Está en el barrio de Santa Cruz. Comienza en la Plaza de Doña Elvira y desemboca en la calle Pimienta, realizando un quiebro en ángulo recto en la mitad de su recorrido.
El Barrio de la Judería de Sevilla tiene mucho de misterioso. Por sus calles estrechas, las noches de luna llena, aún se pueden escuchar y sentir los pasos de los pies descalzos de la "fermosa Susona"", aquella que vendió su judío padre a su cristiano amante y cuando su padre fue ajusticiado en Tablada, se arrepintió y pidió que su cabeza fuera colgada en la puerta de su casa, en la calle Muerte, luego Calle Susona.
Tras esa breve pincelada, José de Mena nos desarrolla la historia en su contexto:
Los judíos sevillanos, tras la persecución de que fueron objetos en 1391, habían obtenido la protección de la Autoridad Real y vivían con ciertas garantías, pero no por ello se sentían del todo seguros, y soportaban innumerables vejaciones.
Esto despertó, en algunos de ellos, un rencor que pronto había de convertirse en afán de venganza. Y al efecto, un judío principal llamado Diego Susón, ideó un plan que habría de sembrar el terror en Sevilla, y con la idea, quizá, de organizar un general levantamiento de judíos en todo el reino.
Recordaban los judíos que las persecuciones de los visigodos dieron ocasión a que los judíos de aquel entonces organizasen una rebelión, al mismo tiempo que facilitaron a los árabes la invasión de España. Así comenzaron en casa de Diego Susón a celebrarse reuniones secretas para estudiar el plan de lo que sería la gran sublevación judía de España.
Tenía Diego Susón una hija, a la que, por su extraordinaria hermosura, se llamaba en toda Sevilla la "fermosa Susona". Y ella, engreída por la admiración que despertaba su belleza, llegó a hacerse ilusiones de alcanzar un alto puesto en la vida social. Así, a espaldas de su padre se dejaba cortejar por un mozo caballero cristiano, de uno de los más ilustres linajes de Sevilla, que tenía en su palacio un escudo de gloriosa heráldica. La bella Susona, se veía a escondidas con el galán caballero y no tardó en ser su amante.
Cierto día, cuando Susona dormía en su habitación, se reunieron, en la casa, los judíos conjurados para ultimar los planes de la sublevación. Pero Susona no dormía porque como todas las noches, aguardaba a que su padre se acostase, para huir de ella, sigilosamente de la casa, a reunirse con su amante hasta el amanecer.
Susona, escuchó palabra por palabra toda la conversación de los conspiradores (...) y mientras tanto, su corazón latía angustiado, pensando que entre los primeros a quienes darían muerte, estaría su amante, que era uno de los caballeros más principales de Sevilla.
Aguardó a que terminase la reunión de los judíos, y cuando todos se marcharon y su padre se acostó, la bella judía abandonó la casa, marchó por las calles de la Judería, hacia la actual de Mateos Gago, por donde se salía del barrio. Desde allí se dirigió a casa de su amante, y entre sollozos le refirió todo lo que había oído. Inmediatamente el caballero acudió a casa del Asistente de la Ciudad, que era el famoso don Diego de Merlo, y le contó cuanto la bella Susona le había dicho.
Acto seguido don Diego de Merlo, con los alguaciles más
fieles y de confianza, bien armados, recorrió las casas de los
conspiradores, y en pocas horas los apresó a todos.Pasados unos días todos ellos fueron condenados a muerte y ejecutados en la horca, en Tablada, donde se ejecutaba a los fascinerosos, parricidas y peores criminales, cuyos cadáveres quedaban todo el año colgados, y una vez al año se cogían sus restos y se enterraban en el cementerio de ajusticiados, en el Compás o Patio del Colegio de San Miguel frente a la Catedral.
El mismo día que ahorcaron a su padre, la fermosa fembra reflexionó sobre su triste suerte. Aunque su denuncia había sido justa, no la había inspirado la justicia sino la liviandad, pues el motivo de acusar a su padre fue solamente para librar a su amante y poder continuar con él su vida de pecado. Atormentada por los remordimientos, acudió Susona a la Catedral pidiendo confesión. El arcipreste, que lo era don Reginaldo Romero (…) la bautizó y le dio la absolución, aconsejándole que se retirase a hacer penitencia a un convento, como así lo hizo y allí permaneció varios años, hasta que sintiendo tranquilo su espíritu volvió a su casa donde en lo sucesivo llevó una vida cristiana y ejemplar.
Finalmente, cuando murió Susona y abrieron su testamento encontraron una cláusula que decía: "Y para que sirva de ejemplo a los jóvenes y en testimonio de mi desdicha mando que cuando haya muerto, separen mi cabeza de mi cuerpo, y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa y quede allí para siempre".
Se cumplió el mandato testamentario, y la cabeza de Susona fue puesta en una escarpia sobre el dintel de la puerta de su casa, que era la primera de la calle que hoy lleva su nombre. El horrible despojo secado por el sol, y convertido en calavera, permaneció allí por lo menos desde finales del siglo XV hasta mediado el XVII según testimonios de algunos que la vieron ya entrado el 1600. Por esta razón se llamó calle de la Muerte, cuyo nombre en el siglo XIX se cambió por el de calle Susona que ahora lleva.
Ésta fue la triste historia de una mujer que movida por el amor y por el pecado carnal, entregó su propio padre al patíbulo y que después acosada por los remordimientos no pudo gozar de aquel placer que tan sangrientamente había buscado.
Este episodio aunque parezca legendario es rigurosamente histórico, incluso la frase jocosa que pronunció Diego Susón cuando le llevaban al suplicio, y de la que hay constancia por testigos presenciales.
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